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Odiar es una de nuestras facultades (de lo que S. Tomás llama el "apetito irascible"). (Ojo, mostrar la ira siempre es pecado).
Y por ello es perfectamente saludable y conveniente odiar ciertas cosas. Pero ello no debe llevarnos a odiar a los que las hacen, permiten, enseñan, etc.
Odiar a otra persona es faltar al onceavo mandamiento: "Amáos los unos a los otros como Yo os he amado", lo cual incluye amar a nuestros enemigos (amar que no quiere decir siempre invitar a comer, sino a veces meter en prisión o ajusticiar o quemar en la hoguera).
Como dijo una madre a su hijo que partía para la guerra de 1936 en España: "No odies al enemigo".
Hemos de odiar, en cambio, todo lo que es feo, malo o mentira.
Una cosa es odiar (rechazar) y otra la malevolencia, desear un daño a otra persona. Si odiamos a alguien (pecado) y añadimos el deseo de que sufra un mal, pecamos doblemente.
Los que mandan, al servicio del Demonio (que nos odia), intentan que dejemos de usar nuestras facultades, para que seamos "medio-hombres" y así nos alejemos de nuestra salvación.
Porque lo que no usamos se atrofia: si después de rompernos una pierna, en vez de hacer rehabilitación, nos metemos en una silla de ruedas, pues acabaremos con unas piernas inservibles.
Y para ello dictan leyes anti-odio, montan asociaciones anti-odio, etc.
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Nosotros a lo nuestro, a rezar el Rosario.
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